La política científica tiene una tradición de una larga centuria en Europa e incluso sorprendentemente en España (Santiago Ramón y Cajal ya hace referencia al concepto en su obra Los Tónicos de la Voluntad). En el ámbito europeo, Reino Unido, Francia y Alemania inician políticas científicas en los primeros años del siglo XX. La moderna política científica se atribuye a los Estados Unidos, con la iniciativa del funcionario e ingeniero norteamericano Vannevar Bush tras la segunda guerra mundial y el reconocimiento al papel decisivo de la ciencia en la victoria aliada, iniciativa que se centra en el texto-programa elaborado por Bush titulado Science. The Endless Frontier (Ciencia. La frontera sin límites), promovido por Roosevelt y gestionado por Truman, su sucesor. Para analizar la complicada trayectoria de las políticas científicas, me gusta acudir, por motivos de simplicidad, al complemento circunstancial que acompaña a esas políticas. Por ello hablo de “políticas para la ciencia”, “políticas por la ciencia” e, incluso, de “políticas con la ciencia”.
Las “políticas para la ciencia” guardan estrecha asociación con el proceso de producción del conocimiento. En ellas juegan papel dos de los tres modelos socio-políticos históricamente aplicados al desarrollo de las políticas científicas: el espontáneo y el estratégico, mientras que el tercero, el planificador, no se considera lógico ni operativo en el caso de estas políticas (hay fracasos resonantes cuando se trató de aplicar en la Unión Soviética).
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