Por José Antonio López Cerezo
Catedrático del área de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad de Oviedo, España, y co-director de la Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS).
Uno de los elementos más importantes para entender la evolución política de nuestras sociedades durante los últimos 50 años es el desarrollo científico-tecnológico: el vertiginoso avance del conocimiento científico, la profunda transformación tecnológica de todas las esferas de la vida, las cambiantes sensibilidades públicas al respecto y la adaptación de las políticas públicas en la materia.
En España, las encuestas bienales de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT, 2003-13) muestran alrededor de un 8-10% de tecnófobos, de ciudadanos pesimistas y desconfiados respecto al cambio científico-tecnológico. La Encuesta Iberoamericana de 2007 de FECYT, OEI y RICYT (2009), realizada en siete grandes urbes de la región, empuja esa cifra hasta el 15%. Pero estos datos aislados son desorientadores. Esas mismas encuestas muestran que un amplio porcentaje de la población española e iberoamericana, aun siendo globalmente optimista sobre los efectos sociales del cambio científico-tecnológico, es también consciente de los riesgos y las incertidumbres. Son los conocidos como “implicados desconfiados”, en la sugerente la terminología de las encuestas británicas PAS (Ipsos MORI, 2014).
Esta peculiar percepción ambivalente, y también el pesimismo de parte de la población, parece acentuarse especialmente en los llamados “países postindustriales”. Utilizando datos de los Eurobarómetros, Martin Bauer (e.g. 2009), de la London School of Economics, ha mostrado que una U invertida describe en estos casos la relación entre conocimiento, por un lado, y actitud favorable, por otro. A mayor nivel de alfabetización científica, más favorable es la actitud respecto a los efectos sociales de la ciencia, pero sólo hasta tocar un techo: desde ese punto el incremento de conocimiento se ve acompañado de un descenso en el optimismo.
Este fenómeno general ha recibido el nombre de síndrome de Frankenstein. Como le ocurría al célebre doctor, somos conscientes del gran poder desatado por la ciencia y la realización tecnológica, pero también de las graves amenazas ante una comprensión y un control insuficientes. Su origen se encuentra en los movimientos sociales y las protestas de los años 60 y 70. El movimiento contracultural, el movimiento antinuclear, los movimientos estudiantiles y de protesta contra la guerra de Vietnam, el surgimiento del ecologismo, etc., son la manifestación del gran dinamismo social de la sociedad de la época, que acompañan a la creciente visibilización de los efectos negativos del desarrollo científico-tecnológico (González García et al, 1996). Es la época de la pérdida de inocencia de la ciencia, de revisión de las viejas políticas de laissez faire y promoción pura.
En estas décadas se ha producido también una intensa evolución de las formas de gobierno, en respuesta a esas nuevas sensibilidades y demandas sociales. La tendencia ha sido la de intensificar la transparencia y la información pública en la toma de decisiones, la rendición social de cuentas, y el estímulo de la participación mediante la creación de foros y mecanismos diversos (Rowe y Frewer, 2005). Especialmente en materia de ciencia y tecnología, así como en salud, medio ambiente y obras públicas.
Estas décadas han visto así multiplicarse las audiencias públicas, las encuestas de opinión, las experiencias de gestión negociada, las comisiones asesoras, etc., así como la aparición de mecanismos nuevos como los congresos de consenso o los paneles ciudadanos (e.g. Joss y Durant, 1995). Sin olvidar los mecanismos de capacitación para la participación, como la evaluación constructiva de tecnologías o las science shops (e.g. Rip et al., 1995). Son innovaciones sociales procedentes también, como el escepticismo ilustrado de los “implicados desconfiados”, de los países postindustriales del norte de Europa.
Globalmente considerados, estos mecanismos e iniciativas han tenido la virtud de encontrar acomodo democrático para una ciencia-tecnología crecientemente politizada y sometida al escrutinio crítico de los grupos de interés, en tanto que recurso estratégico en la arena pública (Jasanoff, 2005). Pero la paulatina institucionalización de la participación social en materia de ciencia y tecnología, en tanto que iniciativa de los poderes públicos (y en ocasiones el sector empresarial), está produciendo también una cierta frustración y un creciente escepticismo respecto a que los mecanismos en cuestión cumplan las funciones para las que se suponen diseñados.
Un investigador social británico, Brian Wynne, de la Universidad de Lancaster, ha introducido en el debate la útil distinción entre participación invitada y participación no invitada (e..g. 2007). La participación invitada, la que ha conseguido internalizarse por nuestros sistemas de gobierno en las últimas décadas, es acusada de falta de eficacia sobre la toma de decisiones, de favorecer la cooptación entre representantes de la administración y de los grupos de interés, y de provocar en última instancia la desmovilización y la inhibición por parte de los ciudadanos (Todt, 2003). Como decía un alto cargo de un gobierno latinoamericano: yo participo, tú participas, y otros deciden.
Al mismo tiempo, la participación no invitada, que parecía limitarse en nuestros países a la difusa y diversa protesta social, está en nuestros días experimentando una intensificación y un grado de articulación con un gran potencial de transformación social. Este es especialmente el caso en los ámbitos de la salud y el medio ambiente. En el primero de esos ámbitos destacan los estudios de Michel Callon y Vololona Rabeharisoa (2008), de la Escuela de Minas de París, en torno a la Asociación Francesa contra la Distrofia Muscular. Las presiones y el lobby generado por dicha asociación de pacientes y familiares de pacientes ha tenido una gran influencia en la reorientación de la investigación en el campo, redefiniendo los requisitos de los expertos (al demandar la combinación del trabajo de investigación y la práctica terapéutica) e incluso redefiniendo la identidad de los pacientes al promover su reconocimiento social. Se trata de un proceso que los autores llaman de co-construcción de los temas y las identidades de los actores.
En ese mismo sentido cabe entender el grass-root activism en los Estados Unidos. Siendo un país con una gran tradición liberal que ha potenciado el protagonismo de los agentes sociales, es frecuente en Estados Unidos la organización espontánea de la participación no invitada en los ámbitos más diversos (la referencia clásica es el episodio de Love Canal, Reed, 2002) y utilizando los instrumentos más variados, desde el boicot en el consumo hasta el litigio judicial.
En cualquier caso, la participación no invitada no está exenta de riesgos democráticos. Quizás el más notable sea la posibilidad de su instrumentalización política, es decir, promover o canalizar espacios de protesta social como herramientas de desgaste y lucha partidista o confrontación ideológica. No es infrecuente que grupos de interés políticamente opacos o cercanos al partido en la oposición, movidos por el propósito de conseguir visibilidad pública o hacer un daño político a sus adversarios, sean capaces de poner en serias dificultades las decisiones tomadas por una administración resultante de un proceso democrático, o de ejercer una fuerte influencia en ese proceso de toma de decisiones.
Una de las contribuciones más destacadas de Karl Popper, el conocido filósofo de la ciencia austríaco fallecido en 1994, fueron sus ideas en filosofía política, y especialmente su “ingeniería social
gradual” (e.g. 1945). Defendía que el cambio social debe proceder como la evolución de los organismos: a través de pequeños pasos acumulativos, evitando los grandes saltos, las revoluciones, de forma que sea posible corregir los errores que podamos cometer. Popper colocaba el énfasis en la posibilidad de rectificar, más que en tratar de garantizar el acierto en los pasos dados.
Desde este punto de vista falibilista, y siendo conscientes de sus riesgos y limitaciones, la participación no invitada es un espacio imprescindible para la buena salud democrática de nuestras sociedades. Se basa en el carácter fiduciario de los poderes públicos (ejercidos en nombre de un pueblo que detenta la soberanía, y posee el derechos de resistir y revocar un gobierno que ha defraudado su confianza), y es por tanto uno de los pilares principales de la democracia constitucional desde los tiempos de la Ilustración (contrato social de Locke, 1689). Sus riesgos son los riesgos propios del juego democrático.
Cuidar y estimular esta forma de implicación social no es tratar de internalizarla y regularla, pues se transmutaría en participación invitada, sino disponer los medios legales y las oportunidades de acción, promover la transparencia y la información pública, así como la libertad de prensa y de asociación, que permitan dinamizar nuestra sociedad y cultivar el protagonismo de los agentes sociales. Se trata del derecho a tomar la palabra sin necesidad de ser invitados a hacerlo.
Referencias bibliográficas
BAUER, M. W. (2009): “The Evolution of Public Understanding of Science – Discourse and Comparative Evidence”, Science, Technology & Society, vol. 14, nº 2, pp. 221-240.
CALLON, M. y RABEHARISOA, V. (2008): “The Growing Engagement of Emergent Concerned Groups in Political and Economic Life: Lessons from the French Association of Neuromuscular Disease Patients”, Science, Technology & Human Values, vol. 33, pp. 230-261.
FECYT (2011): Percepción social de la ciencia y la tecnología en España 2002-2012, Madrid, FECYT.
FECYT-RICYT-OEI (2009): Cultura científica en Iberoamérica. Encuesta en grandes núcleos urbanos, Madrid, FECYT, RICYT, OEI.
GONZÁLEZ GARCÍA, M. I., LÓPEZ CEREZO, J. A. y LUJÁN, J. L. (1996): Ciencia, tecnología y sociedad: una introducción al estudio social de la ciencia y la tecnología, Madrid, Tecnos.
IPSOS MORI (2014): Public Attitudes to Science 2014. Disponible en: https://www.ipsos-mori.com/Assets/Docs/Polls/pas-2014-main-report.pdf.
JASANOFF, S. (2005): Designs on Nature: Science and Democracy in Europe and the United States, Princeton, Princeton University Press.
JOSS, S. y DURANT, J. (1995): Public Participation in Science: The Role of Consensus Conferences in Europe, Londres, Science Museum/European Commission Directorate General XII.
LOCKE, J. (1997): Dos ensayos sobre el gobierno civil, Madrid, Espasa.
POPPER, K. (2010): La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós.
REED, J. B. (2002): Love Canal, Filadelfia, Chelsea House.
RIP, A., MISA, T. y SCHOT, J. (1995): Managing Technology in Society, Londres, Pinter.
ROWE, G. y FREWER, L. (2005): “A Typology of Public Engagement Mechanisms”, Science, Technology and Human Values, vol. 30, nº 2, pp. 251-290.
TODT, O. (2003): “Potencialidades y riesgos de la participación”, en J. A. López Cerezo (ed.): La democratización de la ciencia, Erein, San Sebastián.
WYNNE, B. (2007): “Public Participation in Science and Technology: Performing and Obscuring a Political-Conceptual Category Mistake”, East Asian Science, Technology and Society: an International Journal, vol. 1, pp. 99-110.
Publicado el 10 de septiembre de 2015
Muy interesante!!!…Es muy importante la visibilidad y confiabilidad de los procesos y productos de las ciencias, no solo por la responsabilidad social que le cabe a los intelectuales-investigadores, sino porque al ser el conocimiento científico una producción cultural de amplia distribución ( en posibilidades/ limitaciones),. habilita a procesos de alfabetización popular y ejercicio de la ciudadanía( derechos y obligaciones). Ciencia para todos y axiologia del saber, para comprender lo que se «hace», entender «porque se lo hace» y cual es la «proyecciòn» de esas argumentaciones.