Como dice un amigo (según él, citando a Theodor Adorno), “toda generalización es una forma de autoritarismo”. De antemano lo asumo, así como también la arbitrariedad en la que incurriré al aventurar opinión sobre algunos aspectos que signaron el camino del Desarrollo Económico Local (DEL) en Argentina, con pretensión de extenderme a otros países de la región sudamericana y el Caribe. Después de todo, desde el eufemísticamente bautizado “encuentro de dos culturas” en adelante, la larga historia compartida de sometimiento, expoliación e intromisiones para frenar sus procesos de autoafirmación y democracia nos da terreno fértil para conjeturar similitudes: una entre ellas, la permeabilidad de los respectivos contextos políticos, económicos y socio-culturales a la transferencia y aplicación -muchas veces acrítica- de teorías y experiencias que, aparentemente exitosas en otras realidades, poco o nada tenían que ver con las propias posibilidades y necesidades.
En el caso de la que nos ocupa aquí, no es antojadizo pensar que su desembarco en estas tierras acaso haya encontrado también reacciones similares, más próximas a la adhesión que al rechazo. Al fin y al cabo, las usinas de pensamiento, prescripciones o financiamiento eran una vez más compartidas (FMI, CEPAL, BID, BM), y puertas adentro se cocían las mismas habas, como la deslegitimación de las clases dirigentes y la desafección ciudadana por la participación política. También por igual acunaba el canto de sirena sobre la “modernización del Estado”, discurso prometedor para sociedades hastiadas de su ineficiencia y opacidad. La retórica excluyente y hegemónica caló fuerte, y en menos de lo que canta un gallo atrás quedó la matriz estado-céntrica que alguna vez moldeara el Estado de Bienestar del que algunos disfrutáramos, reemplazada por otra con preeminencia del mercado como árbitro y asignador de recursos. El crecimiento económico, objetivo preeminente del desarrollo local en esta primera etapa (apostando a la radicación del capital externo y no al desarrollo endógeno que debió haber sido su norte), ya traería luego el bálsamo benéfico del “efecto derrame” para restañar las heridas del cuerpo social fragmentado y maltrecho, desmanteladas las infraestructuras públicas que antes fungieran como mecanismo de integración.
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